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ISSN 1989-4163

NUMERO 22 - ABRIL 2011

El Fiambres

Susana Corroto

Mi nombre es Eduardo Caronte y mi padre es el propietario de la funeraria de Villares de la Sierra. Muchos pensarán que, en un pueblo como el nuestro, tal circunstancia le confiere a uno cierta categoría, cierto estatus; como ser el hijo del maestro o el del boticario. Se equivocan. El hecho de que mi familia regente desde hace generaciones el único negocio de pompas fúnebres de la región ha supuesto para mí no pocas molestias e inconvenientes. Desde apodos manidos y ridículos, como “El Fiambres”, hasta bromas de mal gusto como la aparición de murciélagos o roedores muertos bajo mi pupitre o en el interior de mi bolsa del almuerzo. La realidad es que no soy muy popular entre los chicos del pueblo. Para ser sinceros, se han burlado de mí desde que tengo memoria, salvo mi único amigo, Jonás, el hijo tartamudo del afilador, aún más raro que yo. Sí: aquí todos me consideran un bicho raro, alguien peculiar. Desde luego, mi aspecto no es el más habitual por estos lares. Mi tez es pálida en lugar de aceitunada como la de la mayoría; el cabello muy liso y brillante, en vez de ensortijado, y mis ojos, grises, resultan demasiado claros, “casi transparentes”, como dice doña Emilia, la maestra. Hay que tener en cuenta que, cuando tu familia se dedica al ejercicio funerario, se respira en casa un aire especial que termina por repercutir en el carácter. Supongo que crecer en ese entorno fue lo que me convirtió en lo que soy: alguien silencioso, tranquilo y maduro para mi edad. No me gusta gritar, ni trepar a los árboles. Detesto lanzar piedras a los gatos, tirar de las trenzas a las niñas y siempre he preferido un buen libro de aventuras antes que cazar insectos y someterlos a tortura en el interior de un frasco de cristal.  El silencio ha inundado mi infancia, sobre todo desde que mamá nos dejó un día, para fugarse con uno de los titiriteros que actuaban en la plaza durante las fiestas de la Virgen. Hasta entonces mi padre había sido un hombre parco en palabras y de escasas demostraciones de afecto pero, desde ese día en el que regresó de la capital tras haber asistido a una convención sobre estética mortuoria y halló los armarios vacíos de la ropa de mi madre y un sobrecito con su nombre encima la mesa de la cocina, su carácter se endureció aún más. Se replegó sobre sí mismo y se limitó a proporcionarme alimento y ropa, dirigiéndose a mí lo imprescindible. Como antes de la marcha de mi madre, era ella quien se ocupaba del maquillaje de los cuerpos, en su ausencia, mi padre tuvo que asumir también esas funciones y pasaba el día entero en la funeraria preparando a sus clientes para su viaje sin retorno.  Aunque suene mal decirlo, un negocio de este tipo resulta fructífero y muy productivo y, la verdad es que a mi padre se le acumulaba el trabajo. Casi todas las tardes, al salir de clase, me acercaba a verle. Prefería estar allí, con él y el muerto de turno, antes que en la soledad de nuestra casa vacía en la que sólo se escuchaba el tic tac del reloj de pared de la sala. Hacía mis deberes en el escritorio del despacho mientras mi padre, inmerso en sus tareas, me ignoraba. Yo escuchaba su bisbiseo lejano mientras charlaba con su cadáver. Podía pasarse horas hablando con él. Algunas veces el tono de su voz se tornaba divertido e incluso se le escapaba alguna pequeña carcajada. En ocasiones, me atrevía a acercarme hasta ellos, en un intento de ser partícipe del buen momento que ambos, vivo y muerto, parecían estar compartiendo. Sin embargo, cuando mi padre descubría mi presencia, su actitud se tornaba gris y taciturna e, incluso, parecía mirarme con recelo.  Sé muy bien cuánto me parezco a ella y también sé que cada vez que mi padre se topaba con mis ojos grisáceos, mi tez blanca y mis cabellos de color negro, mi aspecto le forzaba, sin remedio, a acordarse de mi madre y de su traición.

Pocas novedades han acontecido durante estos tres últimos años. Ahora tengo once. No he dejado de ser el blanco de todos los tirachinas y de todas las burlas, continúo hallando murciélagos y roedores muertos en la bolsa de mi almuerzo y siguen llamándome, cómo no, “El Fiambres”. El afilador envió a su hijo tartamudo a estudiar lejos, en un internado de la ciudad y yo dejé de saber si me sentía más cómodo solo en el despacho de la funeraria o en la sala de mi casa, atormentado por ese tic tac infinito, insoportable. Por eso tomé la decisión y por eso estoy aquí hoy, recordando. Medité durante muchos días y llegué a la conclusión de que ya sólo quedaba una esperanza a la que aferrarme, una única oportunidad. Y lo hice. Sí. Llevé a cabo mi plan y en realidad no fue para tanto. Tan sólo un instante de duda, unos segundos de miedo. Después, oscuridad. Luego, brillo y ahora… ahora estoy donde debía estar, seguro de que al fin alcanzaré mi objetivo. Le escucho entrar en la sala. Arrastra un poco los pies, como siempre, y se acerca despacio. Estoy algo nervioso. No alcanzo a verle pero percibo su aliento en mi cara y le imagino inclinado sobre mí. Siento un beso suave en mi mejilla izquierda y la calidez de sus palabras derramándose por mi cuerpo. Me habla de cuando yo era pequeño, de mi madre, de las excursiones los tres juntos al río en verano… Me pregunta si lo recuerdo. Me dice que lo echa de menos…Cuando se inclina sobre mi caja de pino y murmura “Te quiero, hijo mío, te quiero“, sé que lo he conseguido. Una alegría inmensa me invade y tengo unas ganas locas de lanzarme a su cuello y abrazarle fuerte. No puedo hacerlo, pero, ¿saben?, no me importa. Mi padre me lo ha dicho, sí; ha dicho que me quiere y, hoy, por fin, yo soy un niño feliz.

Margarida

Imagen: Margarida Delgado

 

 

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